martes, 2 de octubre de 2018

La administración de la cultura


La administración de la cultura


Una cosa es la cultura y otra la administración de las organizaciones que fomentan y apoyan su desarrollo. Todo es cultura en un pueblo: sus orígenes étnicos, lingüísticos, raciales; sus actitudes, su manera de actuar y sus expresiones, que son artísticas cuando transmiten una visión personal de la realidad y resultan de una práctica disciplinada y constante. Cultura es el patrimonio, el cúmulo de creaciones que han definido la vida nacional: las imágenes, las palabras, la música, las edificaciones. Para salvaguardar ese patrimonio y apoyar las artes los estados modernos crearon ministerios de cultura. Los Estados Unidos nunca lo hicieron, quizás porque -como pueblo- valoran la acción y no la memoria; lo nuevo y no lo antiguo; el dinero por encima de las riquezas culturales; la gestión individual sobre la gubernamental.
Tras mucho debate, en Puerto Rico se creó en 1955 el Instituto de Cultura para “conservar, promover, enriquecer y divulgar los valores culturales del pueblo de Puerto Rico”. Sus orígenes superaron cualquier expectativa preconcebida. Quien camine hoy por las calles de San Juan no puede imaginar lo que era la ciudad antes de que el ICP iniciara su restauración, que incluyó la adquisición, por traspaso de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, de un número de edificaciones históricas que anteriormente les habían vedado el paso a los puertorriqueños, entre ellas los fuertes de El Morro y San Cristóbal, la Casa Blanca, el convento de los dominicos. También se adquirió -de la Corporación Bacardí- el edificio de Puerta de Tierra que hoy alberga la biblioteca y el archivo nacionales. Ballajá se le transfirió más tarde al gobierno de Puerto Rico.
El Instituto organizó talleres que propiciaban el aprendizaje de las artes plásticas, creó un sistema de museos (algunos en casas restauradas), adquirió una colección de arte, estableció certámenes, propició exposiciones, otorgó becas, fundó la Escuela de Artes Plásticas, desarrolló un programa conmemorativo de personas y hechos históricos, fomentó las artes teatrales por medio de festivales, rescató las artesanías, enfatizó el folklore, recuperó géneros e instrumentos musicales criollos, recreó plazas indígenas, editó obras literarias importantes, fomentó las artes populares y -entre otras cosasatendió a la diáspora mediante cursos dirigidos a puertorriqueños de los Estados Unidos.
En poco tiempo el país desarrolló una consciencia de su trayectoria y de sus posibilidades. Todo se hizo con presupuestos limitados de unas cuantas decenas de miles. ¿Cuál fue el secreto? Una visión amplia de la cultura, un equipo comprometido con el trabajo, la colaboración pedida -y otorgada- por numerosas personalidades del país, entusiasmadas con el proyecto. El dinero siempre escaseó; abundaron siempre la voluntad y el entusiasmo.
¿Qué tenemos ahora? Una organización anquilosada cuyo nuevo director clama, como primera medida, por la construcción de un edificio de costo astronómico para mudar la biblioteca y el archivo generales. Y aunque no hay duda de que tal mudanza es necesaria, no es cosa de emprenderla sin considerar previamente el costo de su mantenimiento posterior y el uso que se les dará a los edificios históricos que queden vacantes. El propio director dice que no ha tenido tiempo de pensar en ello. Tampoco habrá pensado en cómo desempeñará exitosamente las numerosas encomiendas que ha acumulado sin tener ni la habilidad ni la capacidad para atenderlas debidamente.
La cultura es la vida de un país: consuela, alegra, une, proyecta el futuro. Dentro del personalismo que nos está matando, cada cual actúa sin pensar en las consecuencias de sus acciones. Personalismos y presentismos van de la mano, pero la administración de la cultura debe trascender ambos extremos. En este campo no hay espacio para pequeñas agendas políticas.

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