Datos
autobiográficos
Nací en Sumido Prieto de Cayey, situado en
la ladera meridional del Torito, el 18 de enero de 1926 en el hogar formado por
José Grau León y Carmen Collazo Collazo.
Mi
infancia fue en el sector Buenavista del barrio Toita de Cayey, donde estudié
hasta el quinto grado en la entonces escuela rural Félix L. Benet y el resto de
los grados elementales en la escuela urbana Benignoi Carrion, en la que recibí
el diploma de octavo grado en 1940.
Hice
la escuela superior en la Benjamín Harrison hasta el 1944. En la escuela
superior tomó todas las asignaturas electivas, incluida la agricultura, cuyo
salón colindaba con la casa de Luz María Díaz Colón y de la vecindad surgió el
matrimonio que se bendijo en 1949 y que durará hasta que la muerte los
separe.
En 1944
ingresé en la Universidad de Puerto Rico gracias a una beca legislativa con
figuras que han figurado prominentemente en nuestra historia como Juan Mari
Brás, José Arsénio Torres, Noel Colón Martínez, Efraín Archilla Roig, Jorge
Luis Landing, R, Efrén Bernier, Federico Cordero, Paquita Pesquera
y otros junto a más adelantados y consagrados como Luis Hernández Aquino,
Abelardo Díaz Alfaro, Wilfredo Braschi, José Luis González, Carlos Carrera
Benítez, Ángel Cruz Cruz y otros en una universidad de viveza y encanto muy
diferente de las de ahora en las que hay tan poco contacto con condiscípulos y
profesores fuera del salón de clase.
Aunque
conservé mi estatus como estudiante de honor hasta diciembre de 1947, dediqué
mucho tiempo a las luchas por la independencia, al periodismo estudiantil y a
la resistencia al rector Jaime Benítez. El 15 de diciembre del 47 estuve
entre los estudiantes que izaron la bandera puertorriqueña en la torre para
saludar el regreso a la patria de Pedro Albizu Campos. No se me
castigó porque no estuve en las escaramuzas con la policía y la guardia
universitaria que provocaron la expulsión de Juan Mari Brás y Jorge Luis
Landing. Pero por los actos del 15 de diciembre no completé los
créditos del bachillerato y en enero del 1948 empecé a trabajar en el periódico
El Mundo como traductor. Ascendí rápidamente a jefe de cables, en
la que había traductores mucho más desarrollados que yo, entre ellos los
patriotas Luis Castro Quesada y Francisco Matos Paoli. De la sala
de cables pasé a la mesa ejecutiva que dirigían Miguel Santín y Pirulo
Hernández bajo el subdirector del periódico, el sapientísimo Rafael Rivera
Otero, injustamente olvidado en nuestra tierra.
La redacción de El Mundo con luminarias como Rafael Pont Flores, Johnny
Martínez Capó, Rafael Montañez, Luis Sánchez Cappa y otros era mucho mejor que
el periódico y todos trabajábamos sin mirar el reloj. Destaco el hecho
porque no he vuelto a ver una inmersión comparable en un taller de
trabajo.
La guerra de Corea me sacó de mi idilio con el trabajo periodístico.
Se me llamó bajo el servicio militar obligatorio y como sabía que no
regresaría vivo del Oriente, gestioné ayuda del periódico y logré que me
asignaran a la Oficina de Información y Educación del Mando de las
Antillas en el Fuerte Brooke en San Juan e hice lo mismo que hacía en
el periódico El Mundo para los periódicos y revistas militares con el beneficio
de un curso corto de prensa, radio y televisión en la Escuela de Información de
las Fuerzas Armadas en New Rochelle, Nueva
York. Como periodista militar no disparé un sólo tiro y a mi
licenciamiento se me confirió el certificado de logros del Ejercito.
Tan
pronto salí del servicio militar, me matriculé en el Colegio de Derecho de la
Universidad de Puerto Rico, en un edificio primitivo que había
sido la sede del Instituto del Tabaco. Era muy difícil sobrevivir en el
Colegio de Derecho si no estábamos apadrinados por una prominente
organización supuestamente cívica o por abogados prominentes. No tenía
tales credenciales, pero fui uno de los quince de la clase original que logró
sobrevivir a pesar de que no siempre pude emplearme como se requería en
algunas asignaturas porque trabajaba de noche a jornada completa como jefe
de redacción nocturna del periódico El Imparcial. Fui presidente de
la clase en la que estaban Alcides Oquendo, Santiago Soler Favale, Olga Cruz
Jiménez, Addie Cartagena, y Daisy Ruiz de Roldan,
En la
fila para el desfile de entrada al teatro de la Universidad en los actos
de graduación, el profesor David Helfeld me dijo que me había recomendado
para un puesto en la Junta de Relaciones del Trabajo de Puerto Rico,
donde serví por siete años con figuras como Hirám Cancio, Raúl Serrano
Geyls, José Trías Monge, Marco Rigau, Antonio Colorado Capella, Eulalio
Torres, Miguel Velázquez Rivera y otros destacados compatriotas. Mientras
servía en la Junta recibí uno de los premios Manuel A. Pérez como servidor
público de excelencia.
De la Junta pasé al Departamento de Justicia en la recién creada oficina de
asuntos monopolísticos. Presidí las primeras vistas sobre las relaciones
entre las petroleras y los operadores de estaciones de gasolina, aunque diría
que lo más significativo fue en tal oficina se inició Miriam Naveira, que
terminó como la primera mujer que presidió nuestro Tribunal Supremo.
De
Justicia pasé al Departamento del Trabajo como ayudante especial del secretario
Alfredo Nazario. Ya estaba sirviendo como conferenciante en la
Escuela Graduada de Administración Pública, en el Colegio de Derecho y en el
Instituto de Relaciones del Trabajo. Fui designado juez superior
por el gobernador Roberto Sánchez Vilellla, pero el Senado dejó su nombramiento
sobre la mesa.
Con el cambio político pasé a dirigir el Instituto de Relaciones del Trabajo de
la Universidad, en el que estuve once meses porque el gobernador Luis Ferré me
nombró juez superior por recomendación del secretario de Justicia Santiago
Soler Favale.
Como juez superior serví mayormente en Humacao junto al inolvidable Luis
Pereyó, a mi hermano Toñín Casillas, Rafael Arroyo Ríos, Juan Marcano y
otros. En esta gestión en Humacao pude desentenderme de los políticos que
hacían gala de su influencia sobre los jueces, y aun de los que la gala
era verdad. Entre los políticos a los que no le permití entrar a mi
oficina estuvo el poderoso senador Ernesto Carrasquillo, que años después me
encomendó sus asuntos personales y gremiales diciéndome que se había convencido
de mí integridad cuando no le di entrada a mi oficina de juez., Terminamos
como los mejores amigos y lloré su muerte.
En 1974 Rafael Hernández Colón que sabía que mi preferencia era por el derecho
público me reclutó para el Tribunal Electoral, nobilísimo experimento rechazado
por Carlos Romero Barceló, en el que estuve concentrado en encomiendas
dificilísimas como la división de Puerto Rico en unidades electorales basadas
en la población inscrita para votar. Se logró y se dieron las
elecciones más limpias de nuestra historia, como admitió el fiero procurador
penepe Eugenio Belaval, pero en diciembre del 77 el gobernador Romero y su
Legislatura desmantelaron el Tribunal Electoral bajo la tesis de que el sistema
debía estar gobernado por los partidos y no por jueces independientes.
La
eliminación del Tribunal Electoral me obligó a acogerme prematuramente al
retiro. Recibí mi primer cheque en el mes en que cumplí cincuenta y dos
años de edad. Y le he ganado la apuesta a los actuarios porque acabo de
pasar de los ochenta con más tiempo pensionado que el que
sirvió. Beneficio colateral de la venganza política.
Como pensionado fui reclutado por Efraín Archilla Roig para WALO como
editorialista y libretista. Recibimos varios premios en la época de oro de WALO
Radio en la que teníamos a Efraín Archilla Diez, Gilda Orlandi y otras figuras
de primera magnitud como los colaboradores José Luis Torregrosa y Juan Ortiz
Jiménez y también a Iris Archilla y Julia Rosario, la Cuca WALO mentá.
En
WALO invertí muchas madrugadas escribiendo sobre la marcha como en mi juventud
en el periódico El Mundo en compañía de Ángel Peña, Amado Maldonado y otros
amigos. Al mismo tiempo practiqué la abogacía con buenos logros y también
desilusiones y frustraciones con la timidez del sistema.
Al mismo
tiempo serví en el panel de ex jueces de la oficina del fiscal especial
independiente, estuve en las juntas de gobierno del Colegio de Abogados y de
servicios legales. También viajé en interés personal y como asistente de
mi hijo mayor, con el que estuve en misiones en Nicaragua, la
República Dominicana, España y Estados Unidos. No sentí el almanaque hasta
que llegué a los setenta, cuando empecé a experimentar problemas respiratorios con
su cuota de pulmonías que sobreviví por la gracia de Dios y por médicos que me
dedicaron tiempo y esfuerzo más allá de las obligaciones
convencionales. Al mismo tiempo se agudizó la artritis de Luz María y
cuando se hizo evidente que no podía manejar la casa nos trasladamos a la
ciudad del ratón para estar bajo la atención más cercana de las hijas y a
reserva de que regresemos a Puerto Rico, aunque mi preferencia seria Barcelona,
donde está el hijo mayor como misionero. Estamos en un apartamento en una égida
con nombre glamoroso.
El cuerpo
está en Orlando, pero puede decirse que vivo en Puerto Rico. Leo los
periódicos del país, oigo la radio por mi ordenadora o computadora, me carteo
con amigos cibernéticos e investigo todo lo que puedo en la autopista
informativa, todo ello con la nostalgia por los sitios de Borinquen y por los
amigos como los Archilla, los Ortiz Quiñones, Santiago Maunez, Miguel Valcourt,
Israel Delgado, Toñín Casillas, Pepito Fernández, José Sepúlveda Rivas y otros.
En estos
días mis hijos, nietos y biznietos me han celebrado mis ochenta años. Hito
alcanzado por la gracia de Dios y por la herencia genética. Sólo siento las
diferencias de la edad cuando paso frente a un espejo, al amarrarme los zapatos
y cuando no tengo que probar la edad para adquirir servicios para los cuales
hay filas especiales. Y si a mi Dios le place le pido que me deje los
oídos para oír la trompeta anunciatória del vuelo sin regreso.
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