martes, 5 de julio de 2016

José Orlando Grau Collazo

José Orlando Grau Collazo



Datos autobiográficos
     
    Nací en Sumido Prieto de Cayey, situado en la ladera meridional del Torito, el 18 de enero de 1926 en el hogar formado por José Grau León y Carmen Collazo Collazo.
    Mi infancia fue en el sector Buenavista del barrio Toita de Cayey, donde estudié hasta el quinto grado en la entonces escuela rural Félix L. Benet y el resto de los grados elementales en la escuela urbana Benignoi Carrion, en la que recibí el diploma de octavo grado en 1940.
      Hice la escuela superior en la Benjamín Harrison hasta el 1944.  En la escuela superior tomó todas las asignaturas electivas, incluida la agricultura, cuyo salón colindaba con la casa de Luz María Díaz Colón y de la vecindad surgió el matrimonio que se bendijo en 1949 y que durará hasta que la muerte los separe.  
     En 1944 ingresé en la Universidad de Puerto Rico gracias a una beca legislativa con figuras que han figurado prominentemente en nuestra historia como Juan Mari Brás, José Arsénio Torres, Noel Colón Martínez, Efraín Archilla Roig, Jorge Luis Landing, R, Efrén Bernier, Federico Cordero,  Paquita Pesquera  y otros junto a más adelantados y consagrados como Luis Hernández Aquino, Abelardo Díaz Alfaro, Wilfredo Braschi, José Luis González, Carlos Carrera Benítez, Ángel Cruz Cruz y otros en una universidad de viveza y encanto muy diferente de las de ahora en las que hay tan poco contacto con condiscípulos y profesores fuera del salón de clase.
    Aunque conservé mi estatus como estudiante de honor hasta diciembre de 1947, dediqué mucho tiempo a las luchas por la independencia, al periodismo estudiantil y a la resistencia al rector Jaime Benítez.  El 15 de diciembre del 47 estuve entre los estudiantes que izaron la bandera puertorriqueña en la torre para saludar el regreso a la patria de Pedro Albizu Campos.  No se me castigó  porque no estuve en las escaramuzas con la policía y la guardia universitaria que provocaron  la expulsión de Juan Mari Brás y Jorge Luis Landing.   Pero por los actos del 15 de diciembre no completé los créditos del bachillerato y en enero del 1948 empecé a trabajar en el periódico El Mundo como traductor.   Ascendí rápidamente a jefe de cables, en la que había traductores mucho más desarrollados que yo, entre ellos los patriotas Luis Castro Quesada y Francisco Matos Paoli.   De la sala de cables pasé a la mesa ejecutiva que dirigían Miguel Santín y Pirulo Hernández bajo el subdirector del periódico, el sapientísimo Rafael Rivera Otero, injustamente olvidado en nuestra tierra.
        La redacción de El Mundo con luminarias como Rafael Pont Flores, Johnny Martínez Capó, Rafael Montañez, Luis Sánchez Cappa y otros era mucho mejor que el periódico y todos trabajábamos sin mirar el reloj.  Destaco el hecho porque no he vuelto a ver una inmersión comparable en un taller de trabajo.
        La guerra de Corea me sacó de mi idilio con el trabajo periodístico.  Se me llamó bajo el servicio militar obligatorio y como sabía que no regresaría vivo del Oriente, gestioné ayuda del periódico y logré que me asignaran a la Oficina de Información y Educación del Mando de las Antillas en el Fuerte Brooke en San Juan e hice lo mismo que hacía en el periódico El Mundo para los periódicos y revistas militares con el beneficio de un curso corto de prensa, radio y televisión en la Escuela de Información de las Fuerzas Armadas en New Rochelle, Nueva York.  Como periodista militar no disparé un sólo tiro y a mi licenciamiento se me confirió el certificado de logros del Ejercito.
      Tan pronto salí del servicio militar, me matriculé en el Colegio de Derecho de la Universidad de Puerto Rico, en un edificio primitivo que había sido la sede del Instituto del Tabaco.  Era muy difícil sobrevivir en el Colegio de Derecho si no estábamos apadrinados por una prominente organización supuestamente cívica o por abogados prominentes.  No tenía tales credenciales, pero fui uno de los quince de la clase original que logró sobrevivir a pesar de que no siempre pude emplearme como se requería en algunas asignaturas porque trabajaba de noche a jornada completa como jefe de redacción nocturna del periódico El Imparcial.  Fui presidente de la clase en la que estaban Alcides Oquendo, Santiago Soler Favale, Olga Cruz Jiménez, Addie Cartagena, y Daisy Ruiz de Roldan,
    En la fila para el desfile de entrada al teatro de la Universidad en los actos de graduación, el profesor David Helfeld me dijo que me había recomendado para un puesto en la Junta de Relaciones del Trabajo de Puerto Rico, donde serví por siete años con figuras como Hirám Cancio, Raúl Serrano Geyls, José Trías Monge, Marco Rigau, Antonio Colorado Capella, Eulalio Torres, Miguel Velázquez Rivera y otros destacados compatriotas.  Mientras servía en la Junta recibí uno de los premios Manuel A. Pérez como servidor público de excelencia.
       De la Junta pasé al Departamento de Justicia en la recién creada oficina de asuntos monopolísticos.  Presidí las primeras vistas sobre las relaciones entre las petroleras y los operadores de estaciones de gasolina, aunque diría que lo más significativo fue en tal oficina se inició Miriam Naveira, que terminó como la primera mujer que presidió nuestro Tribunal Supremo.
      De Justicia pasé al Departamento del Trabajo como ayudante especial del secretario Alfredo Nazario.   Ya estaba sirviendo como conferenciante en la Escuela Graduada de Administración Pública, en el Colegio de Derecho y en el Instituto de Relaciones del Trabajo.   Fui designado juez superior por el gobernador Roberto Sánchez Vilellla, pero el Senado dejó su nombramiento sobre la mesa.
       Con el cambio político pasé a dirigir el Instituto de Relaciones del Trabajo de la Universidad, en el que estuve once meses porque el gobernador Luis Ferré me nombró juez superior por recomendación del secretario de Justicia Santiago Soler Favale. 
      Como juez superior serví mayormente en Humacao junto al inolvidable Luis Pereyó, a mi hermano Toñín Casillas, Rafael Arroyo Ríos, Juan Marcano y otros.  En esta gestión en Humacao pude desentenderme de los políticos que hacían gala de su influencia sobre los jueces,  y aun de los que la gala era verdad. Entre los políticos a los que no le permití entrar a mi oficina estuvo el poderoso senador Ernesto Carrasquillo, que años después me encomendó sus asuntos personales y gremiales diciéndome que se había convencido de mí integridad cuando no le di entrada a mi oficina de juez., Terminamos como los mejores amigos y lloré su muerte.
       En 1974 Rafael Hernández Colón que sabía que mi preferencia era por el derecho público me reclutó para el Tribunal Electoral, nobilísimo experimento rechazado por Carlos Romero Barceló, en el que estuve concentrado en encomiendas dificilísimas como la división de Puerto Rico en unidades electorales basadas en la población inscrita para votar.   Se logró y se dieron las elecciones más limpias de nuestra historia, como admitió el fiero procurador penepe Eugenio Belaval, pero en diciembre del 77 el gobernador Romero y su Legislatura desmantelaron el Tribunal Electoral bajo la tesis de que el sistema debía estar gobernado por los partidos y no por jueces independientes.
      La eliminación del Tribunal Electoral me obligó a acogerme prematuramente al retiro.  Recibí mi primer cheque en el mes en que cumplí cincuenta y dos años de edad.  Y le he ganado la apuesta a los actuarios porque acabo de pasar de los ochenta con más tiempo pensionado que el que sirvió. Beneficio colateral de la venganza política.
       Como pensionado fui reclutado por Efraín Archilla Roig para WALO como editorialista y libretista. Recibimos varios premios en la época de oro de WALO Radio en la que teníamos a Efraín Archilla Diez, Gilda Orlandi y otras figuras de primera magnitud como los colaboradores José Luis Torregrosa y Juan Ortiz Jiménez y también a Iris Archilla y Julia Rosario, la Cuca WALO mentá.
    En WALO invertí muchas madrugadas escribiendo sobre la marcha como en mi juventud en el periódico El Mundo en compañía de Ángel Peña, Amado Maldonado y otros amigos. Al mismo tiempo practiqué la abogacía con buenos logros y también desilusiones y frustraciones con la timidez del sistema.   
    Al mismo tiempo serví en el panel de ex jueces de la oficina del fiscal especial independiente, estuve en las juntas de gobierno del Colegio de Abogados y de servicios legales. También viajé en interés personal y como asistente de mi hijo mayor, con el que estuve en misiones en Nicaragua, la República Dominicana, España y Estados Unidos. No sentí el almanaque hasta que llegué a los setenta, cuando empecé a experimentar problemas respiratorios con su cuota de pulmonías que sobreviví por la gracia de Dios y por médicos que me dedicaron tiempo y esfuerzo más allá de las obligaciones convencionales. Al mismo tiempo se agudizó la artritis de Luz María y cuando se hizo evidente que no podía manejar la casa nos trasladamos a la ciudad del ratón para estar bajo la atención más cercana de las hijas y a reserva de que regresemos a Puerto Rico, aunque mi preferencia seria Barcelona, donde está el hijo mayor como misionero. Estamos en un apartamento en una égida con nombre glamoroso.
    El cuerpo está en Orlando, pero puede decirse que vivo en Puerto Rico. Leo los periódicos del país, oigo la radio por mi ordenadora o computadora, me carteo con amigos cibernéticos e investigo todo lo que puedo en la autopista informativa, todo ello con la nostalgia por los sitios de Borinquen y por los amigos como los Archilla, los Ortiz Quiñones, Santiago Maunez, Miguel Valcourt, Israel Delgado, Toñín Casillas, Pepito Fernández, José Sepúlveda Rivas y otros.
    En estos días mis hijos, nietos y biznietos me han celebrado mis ochenta años. Hito alcanzado por la gracia de Dios y por la herencia genética. Sólo siento las diferencias de la edad cuando paso frente a un espejo, al amarrarme los zapatos y cuando no tengo que probar la edad para adquirir servicios para los cuales hay filas especiales. Y si a mi Dios le place le pido que me deje los oídos para oír la trompeta anunciatória del vuelo sin regreso.


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