Luis Rafael tiene esa misma función aglutinadora para su país, solo que con creces. Hijo de una nación sin embajada y sin dignidad jurídica entre los países el mundo, nuestro escritor ha tenido que batirse solo valiéndose de un único respaldo: su prodigiosa letra viva. Con la sabiduría de quien viene de vuelta de todo, Luis Rafael me dijo un día: “no es lo mismo estampar en un libro una ciudad de origen como Barcelona, La Habana o Ciudad México: cuando reclamas a Puerto Rico bajo tu firma, te leen de otra manera”. Cuánta verdad conlleva su pragmatismo: nuestra indefinición--e indefensión--política nos invisibiliza y suele suscitar una atención distinta a la escritura que producimos. Un escritor puertorriqueño tiene que luchar más por ser leído en la medida exacta que corresponde a su talento. ¿Se imaginan a la Embajada de Estados Unidos promoviendo el Premio Cervantes o el Princesa de Asturias para Luis Rafael Sánchez? No lo pregunto retóricamente: los países suelen potenciar el reconocimiento a sus escritores justamente a través de sus embajadas: de ellas se beneficiaron Rubén Darío, Octavio Paz y Carlos Fuentes. Tantos otros.
La obra letrada de nuestro autor se ha constituido en embajada puertorriqueña no solo por una imperiosa necesidad histórica, sino por derecho propio. Sánchez ha logrado auscultar nuestra idiosincracia como pueblo y refractarla en un fulgurante espejo literario. Cuando leí En cuerpo de camisa allá en el Madrid de 1966, fue como si un rayo me explotara a los pies. Por vez primera leía una prosa en la que de súbito me reconocía como puertorriqueña, una prosa que había superado la sátira unidimensional para hermanarse compasivamente, sin juicios moralizantes inútiles, con los avatares más palpitantes de nuestra sociedad. Solo un auténtico maestro intuye de golpe los complejísimos entresijos que resumen una colectividad nacional. Luis Rafael forma parte del grupo de escritores elegidos que no solo protagonizan la literatura, sino la historia de la literatura. Como otrora en el azogue de sus páginas patrias, también me reconocí de golpe como hispanoamericana cuando me hundí, deslumbrada, en la edición princeps de los Cien años de soledad, que por cierto me había regalado Luis Rafael. Entendí que el colombiano había logrado el prodigio de resumir a toda Hispanoamérica en sus páginas geniales. No hay rincón nuestro que no se reclame como Macondo, de la misma manera que no hay puertorriqueño que no se reconozca en el relajo festivo de la China Hereje. O en la tragedia sin solución del niño hidrocéfalo que termina aplastado bajo las ruedas de un carro.
He acompañando por décadas la obra inusual de Luis Rafael. Me ganó para siempre la aurelola de piedad que baña los personajes de la Guaracha del Macho Camacho, una novela triste que se lee con alegría. Me cautivó asimismo la exploración autorreferencial de Quíntuples y la relampaguante “Estética de lo soez”. Oir esta pieza de los labios histriónicos del autor es un regalo del cielo. Con obras como éstas, escritas en puertorriqueño y celebradas por Carlos Fuentes y Hugo Gutiérrez Vega, Luis Rafael renovó nuestra prosa para siempre. Su lenguaje dúctil es el verdadero protagonista de sus más grandes textos: cada frase estalla como un aerolito que muestra sus entrañas encendidas. Cuando su prosa mágica accede a la gracia solo puedo compararla con las proezas poéticas de Palés Matos.
Una de las claves del genio de Luis Rafael es su risa, que hace escuela con el humor resbaloso de otros maestros antillanos. Es un humor irónico supremamente nuestro, que niega la jerarquía del orden y que en su gozoso relajamiento subvierte lo serio. En Cuba se llama “choteo” y aquí, “relajo” o guachafita. Nuestro relajo constituye una forma de liberación, pues la persona que tira a relajo las cosas graves queda protegida de excesivas tensiones internas. Cantinflas, con su derrame de palabras sin sentido, ejemplifica bien este peculiar humor a la defensiva. Jorge Mañach explora ambivalencia del relajo antillano, que se rebela contra la autoridad del sentimiento y actúa como descongestionador espiritual. En su dimensión de burla crónica –gran subterfugio de los oprimidos--, nos ha servido de válvula de escape para resistir presiones vitales demasiado gravosas. Nos irresponsabiliza, sí, pero también nos defiende y nos da fuerza para resistir.
En La fatal melodía del azar Sánchez advierte que el humor escamoteador es también instrumento de delación y muro de defensa necesaria de los desposeídos de otras armas para transformar la realidad. Refiriéndose a los fondos bajos de Cartagena de Indias, el novelista medita que se trata de una “Gente que invenciona una picaresca a camino intermedio entre la tragedia y la comedia. Como para resistir, como para no tocar fondo, como para ir tirando mientras el cuerpo aguante, como para sobrevivir, como para no cejar. Porque la cosa es acá y acá es el resuelve y a los golpes como del odio de Dios que enunciara el poeta se responde con los golpes como del odio del hombre. Con los que [...]se recupera la alegría desgarradora de estar vivos”.
Con esa misma alegría sapiencial y contagiosa, Luis Rafael Sánchez ha buceado en lo recóndito de nuestra idiosincracia colectiva y nos ha ayudado a comprendernos con más misericordia. Esa es su impagable embajada letrada, desde la que afirma ante el mundo que los puertorriqueños existimos. Que los puertorriqueños somos.
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