Sánchez,
Luis R. (2020) “La eternidad del instante”.
El Nuevo Día, viernes,
5 de junio de 2020. Recuperado en: https://www.elnuevodia.com//columnas/nota/laeternidaddelinstante-1817983/
Luis
Rafael Sánchez
La
eternidad del instanteNo sé si también lo hacían mis
condiscípulos de quinto y sexto grados. Pero, yo miraba hacia aquella casa con
un susto fácil de explicar. Desde la misma, localizada en la calle Tomás Cruz,
al costado de la escuela Antonia Sáez que radica en Humacao, mi ciudad natal,
un niño disparaba granos secos de maíz y garbanzo a quienes por allí
transitaban. En especial a los estudiantes.
El dichoso niño apuntaba bien y tenía
velocidad de halcón. Cuantas ocasiones traté de identificarlo, para hacerle
frente, apenas vislumbré unos ojos saltones que desaparecían en la oscuridad de
la sala hogareña. Adonde se entraba por una de tres puertas que daban al balcón
largo, señorial.
En
aquellos tiempos los niños no usaban las “malas palabras” con la liberalidad de
ahora. Como las malas palabras no podían integrar mi arsenal defensivo, en
llegando a la casa del susto aligeraba el paso, no fuera que el bribonzuelo
reincidiera en los disparos, hechos desde la oscuridad.
El recuerdo anterior sugiere varias
preguntas. ¿Fueron aquella oscuridad y aquellos disparos de granos secos los
primeros signos de una vocación que iba a culminar en oficio regular? Porque el
niño bribón se convirtió en fotógrafo conocido y reconocido. ¿No habría en las
susodichas travesuras el ensayo involuntario de la creatividad que ahora me
deleita?
Mientras sonrío amontono preguntas.
Mientras amontono preguntas, repaso unas cuantas fotografías que firma Luis
Ramos, como lo conocen sus pares del gremio periodístico. Sonrío, también,
porque fue siendo adulto cuando vine a saber que Luis Ramos, el fotógrafo de El
Nuevo Día, era el niño guasón de la humacaeña calle Tomás Cruz. Lo cuento
seguido.
Daba la hojeada última a una conferencia
que leería, minutos después, en el teatro de la Universidad de Puerto Rico. El
legendario director técnico de dicha sala, el “Colorao”, atendía mi petición de
iluminar más el facistol desde el cual leería la conferencia e iluminar menos
el contorno próximo. Mientras Alfonso, como se llamaba el “Colorao”, complacía
mis pedidos, emergieron Luis Ramos y su cámara, diríase que de la nada.
No sé si fueron los disparos de la
cámara o la oscuridad espesa a mi alrededor. Pero, de súbito, como ocurre en
los sainetes detectivescos, redescubrí los ojos saltones del francotirador,
armado de granos de maíz y garbanzo, tras la mirada amistosa de Luis Ramos.
Los
disparos de la cámara, más la oscuridad que envolvía el escenario, más los
gritos de “Hermano”, “Compueblano”, “Tocayo”, me obligaron a callar el secreto.
Un secreto que desembucho hoy.
Desde luego, reciproqué el abrazo del
compueblano, del hermano, del tocayo: “Luis Rafael Ramos, qué alegría verte”.
Sí que me satisfizo verlo trabajar, a
plenitud, en el teatro de la Universidad de Puerto Rico. Sí que me satisface
reencontrarlo en los empeños de biografiar al Humacao de su niñez. Que una
ciudad tiene tanta biografía como una persona o como una escritura. Lo revela
el gustoso mirar y remirar las fotografías que me hace llegar una estimada
amiga de ambos, Nilka Estrada Resto. Una incitadora oración las acompaña: “Sé
que le interesarán”. ¡Vaya que sí me han interesado!
Un poeta, que fue clásico apenas gatear,
se lamenta en uno de sus versos majestuosos: “Nosotros los de entonces, ya no
somos los mismos”. Efectivamente, ni Luis Rafael Ramos ni yo somos los mismos
de entonces. Que los años pasan, pesan y pisan. Por eso me emocionan, muy
mucho, sus fotografías. Calculo que tendría unos veinte años cuando las tomó.
Me lo sugieren los tereques y los muebles de pajilla que valen de marco a los
cuerpos. Lo testimonia la pobreza a la antigua que las inunda: la pobreza
contemporánea suele tener peor forma y peor contenido.
Las
fotografías traducen el amor que no necesita una razón, según el bolero de la
mexicana Emma Elena Valdelamar. Además, cautivan la ruralía apacible que el
“progreso” se llevó y el mundillo de exclusividad varonil que instituyen,
siempre, los mercados de caballos y reses.
Asimismo cautivan unos rostros de
puertas adentro, como bautizo esos a los cuales el tocayo les consagra unos
planos primorosos. Digamos la tejedora que mira hacia donde la vista no
alcanza. Digamos la mujer que se rasca una arruga mientras carga una muñeca
entre los brazos: ¿la carga o la arrulla? Digamos el hombre y la mujer que ríen
por entre los dientes rotos y el reír semeja un fresco manantial de complicidad.
Un dato estremecedor me regala el mirar
y el remirar las fotografías en blanco y negro del hoy artista y ayer niño de
quien cuidarse. Y es el regalo poder hacer constar la temprana madurez de Luis
Ramos para eternizar el instante. Que es la secreta ambición del fotógrafo, ese
insaciable cazador de imágenes. ¿La ambición o la misión?
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