EL MAESTRO DUCLERC
Luis Mojica. Sandoz. “En Rojo”. Claridad. 8 al 24 de agosto de 2000, p. 24
Decía Rosendo Matienzo Cintrón sobre
el común estado de pobreza que rigió sobre la mayor parte de nuestros
próceres: “No es que estos hombres
fueron ineptos para ganarse la vida, es que Puerto Rico no le puede ganar la
vida con las aptitudes de Baldorioty, Acosta, Brau, etc. Estos hombres no vinieron a Puerto Rico a
ganarse la vida, sino a darla generosamente por su patria, porque ésta no vive
todavía, y por tanto no puede pagar los beneficios que recibe”.
Los
hermanos Duclerc, Francisco (Paco) y Juan (Nito), naguabeños de pura cepa, se
radicaron en Humacao como profesores de música en los años cuarenta. Nito a cargo de las clases en las Escuelas
Intermedia y Superior y Paco como Director de la Banda Municipal. Era gente blanca de ojos claros,
descendientes de alguna de las varias familias francesas que en el Siglo XIX se
establecieron en la región de Naguabo.
Nito era un ser grueso y corpulento, con sus anchas camisas de mangas
largas y su testa betoveniana, abarcaba todo el paisaje; Paco era más bajo,
pero grueso también además de cegato.
Ambos eran buenos bebedores. Nito
tocaba violín, Paco piano y clarinete (tenía el Romero, gran método español
para clarinete), los dos dirigían.
Paco
residía en la penúltima casa de madera en una calle sin salida que partía desde
el viejo hospital en dirección al río, casi una choza. Allí vivía con María, su compañera, y su hijo
Heriberto. La pequeña sala estaba casi
totalmente ocupada por un taburete y una mesa alta en donde pasaba largas horas
mientras componía sus arreglos, utilizando una lupa, o bien bajaba la cabeza
hasta casi tocar el papel con la nariz.
No
estaban de moda los arreglos que se importan hoy impresos, había que hacerlos
en casa, y a la medida de los músicos, los que entre ellos se distinguían
infinitamente en cuando a experiencia y capacidad, pues a la Banda ingresaban
estudiantes adolescentes principiantes, quienes debían compartir con músicos
curtidos, algunos de ellos obreros ya casados y con familia. Paco tenía que preparar un papel especial
para cada uno, el que a veces llevaba su nombre.
En
la sala de su casa recibía sus discípulos a todas horas hasta entrada la
tarde. Había un grande y viejo radio
sobre una tablilla, sintonizado en la WIPR.
Cuando podía estaba atento a los conciertos: Sintonía Matinal, El Piano y el Clavicordio,
Concierto del Mediodía, Concierto de la Tarde, Concierto de Hoy y Concierto
Mayor. Comenzaba la mañana con música
barroca y terminaba la noche con grandes piezas románticas orquestales. Solía preguntar el Maestro si alguien había
escuchado la noche anterior alguna obra de Wagner o la Novena Sinfonía,
(distinto a los profesores de otras materias, a los que se les llamaba Mister,
al Director de la Banda se le refería como Maestro, igual que a los albañiles o
zapateros diestros, a sus espaldas era simplemente Paco).
Como
escritas por alguien casi ciego, las notas de Pago eran enormes, no había
excusas para las equivocaciones. No
había flautas en la Banda, de suerte que el primer clarinete tenía que asumir
la responsabilidad de tocar en el registro alto las numerosas danzas de Morel
que había en el repertorio. Era esa la
tarea de Fiquin, joven camionero, vecino de Las Delicias, quien con su antiguo
clarinete Albert, de 6 ó 7 llaves, podía sostenerse sin problemas en aquellas
alturas logrando a veces, cuando era requerido, un cómodo la sobreagudo. Tanto se deterioró su instrumento que no
existiendo ya otros iguales, se le asignó un moderno clarinete Bohem de 17
llaves: “Será todo lo que quieran, pero
no es lo mismo”. No lo era.
El
virtuoso del bombardino era Pereles, vecino del Caserío Viejo. Sara o Improntu no lo perturbaban. Sólo cuando el maestro decía, Pongan Bendita
Seas, se le oía susurrar, “¡maldita sea!”
Usaba un bombardino que tenía, además de la gran campaña, otra más
pequeña que se activada con un cuarto pistón al alcance de la mano izquierda.
La
Banda Municipal había sido antes dirigida por Juan Peña Reyes y por Don Ángel Solier. Bajo tales batutas, incluida la del Maestro
Duclerc, ganó primeros premios en certámenes.
En aquella época el repertorio consistía de danzas, pasodobles, vals
(Venus y flora, un vals concertante para dos clarinetes), melodías clásicas,
puertorriqueñas, algunas norteamericanas, y las célebres Dianas, género que ya
no se cultiva, todas ellas de autores locales, las más famosas las de Juan Peña
Reyes. De la Orquestina, pequeño grupo
dirigido por Nito en la Escuela Intermedia, son inolvidables el Claro de Luna
de Beethoven, (los clarinetes condenados a apurar aquellos tresillos hasta el
final), una melodía de Palestrina, trozos de Per Gynt de Grieg, o aquella danza
extraordinaria de Luis R. Miranda, Alma Pura, de la Banda de la Escuela
Superior, Poeta y Aldeano.
A
las retretas ofrecidas los domingos en la noche, parecía acudir todo el
pueblo. Había veces que en aquella gran
plaza humacaeña no había donde sentarse, aun los bordes de las cuatro fuentes
se ocupaban. La comunidad gustaba con delirio
aquella música, desde los vecinos de los arrabales, el cura (Padre Rivera), el
alcalde, hasta don Agripino Roig.
Paco
sufrió graves traumas sentimentales en su vida. Cuando joven, su novia Sunchita
Fulladoza (pianista que conoció en el teatro cuando el cine mudo), murió dicen
que de tuberculosis. Dedicó un vals a su
memoria, de los más sentidos entre los criollos, lo tituló Sunchita, pero luego
cambió el nombre por Imposible. Muchos
años después murió trágicamente su hijo Heriberto, fue cuando compuso su danza
Siempreviva. Alers grabó otra danza
suya, Eliza.
El
maestro murió en Naguabo, ya estaba totalmente ciego. Fue sepultado en el cementerio, en un espacio
que había quedado al cruzar el portón, esto es, que resulta ser hoy la primera
tumba a la izquierda. No aparece su
nombre inscrito. Fue quizás aún más
pobre que muchos de nuestro próceres, jamás alzó la cabeza sobre el nivel más
bajo, pero no llegó a celebridad; se sustentó de su vocación, de su cultura, de
la lealtad a sus estudiantes, no se ganó la vida, sino que informó, en sublime
anonimato, las de los que con él nos encontramos.
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