viernes, 30 de junio de 2017

Pedro J. Palau Gímenez

Pedro  J. Palau Gímenez




Por Salvador Abreu Vega

Hombres hay que su figura, en vez de opacarse con el tiempo, crecen y se perfilan con una aureola de dignidad casi mística. Estos deben ser tratados en todo momento, conjugando su vida y su obra, para que los miembros de las generaciones futuras puedan atesorar el caudal de riqueza en ellos contenida y puedan servir, si ello es posible, de guía y norte para los que caminaran las mismas rutas que ellos trasegaron.


En este punto, deseo traer a la consideración ciudadana. unas notas biográficas relacionadas con un hombre que, a nuestro ver, fue paradigma en el que hacer social al cual dedicó toda su vida, más allá de consideraciones económicas o actitudes mezquinas. Se trata de quien en vida fue el Dr. Pedro J. Palou Gímenez, hijo de don Jaime Palou Busch, oriundo de Palma de Mallorca y de la cagueña Da. Dolores Gímenez Hernández.

Nació en Juncos, el día 7 de marzo de 1872. Con grandes sacrificios sus padres lo enviaron a estudiar la carrera de medicina, a la Universidad de Santiago de Compostela-España, de donde regresó en 1904, con el pergamino que lo acreditaba como médico-cirujano, estando entre los primeros del patio en licenciarse de aquella universidad, ya que para entonces, el destino de los nuestros era la Universidad de Barcelona.

A su retorno estableció consultorio en Juncos. Allí conoció a la que sería la compañera de toda la vida, la señora Angelita Marquez, natural de Las Piedras. Sus conocimientos y dedicación anduvieron pronto en boca de todos que veían en él un hombre con vocación Clara para la alta misión de curar las dolencias que atosigan el cuerpo y obstruyen en muchos casos, las más puras expresiones del espíritu.

Respondiendo a una invitación que le hiciera otro colega, el doctor Isidro A. Vidal, que se desempeñaba como alcalde de Humacao, llegó a éste pueblo en 1910, aceptando entonces la dirección de Salud Pública, en el Hospital Toro Ríos.

 Las crónicas de aquellos días lo describen como hombre de elevada estatura, delgado, ojos azules, barba rubia corta, de risa espontánea y mirada bondadosa, cualidad que afincaba en una incansable voluntad para el trabajo duro, esforzado. Se dice que estando el pueblo carente de facultativos, era usual que el Dr. Palou se mantuviera en guardia casi permanentemente y todo por el raquítico sueldo de $125.00 mensuales que recibía siempre que las arcas municipales tuvieran, caso poco usual, fondos disponibles.

 Las facilidades de automóviles no habían hecho entrada todavía a Humacao. Tal evento ocurrió en 1916. El Dr. Palou compró una calesa en la que se movía por todas partes, de día o de noche, tal cual fuera el caso y las demandas de los clientes, especialmente las parturientas en los barrios pobres, urbanos y algunos rurales.

Con el tiempo fue preciso alterar el medio por uno más rápido y a tono con el progreso que exigía más celeridad. A fines del 1928 pudo adquirir un Ford ya usado por la cantidad de $600.00. Dicen los que recuerdan aquel tiempo que el doctor era tan temeroso de causar daño a alguien que al llegar a las intersecciones se bajaba del coche para cerciorarse que no había peligro de cruzar.

 De ese modo siguió la senda en el apostolado de su vida, consignado en el juramento prestado en virtud de su ordenación. Visitar un cliente era, además de recetarlo y fortalecerlo en el aliento y esperanza por la recuperación, proveerle de recursos para la adquisición de medicamentos. El vecindario, ante tal desprendimiento respondía, además de sus sentidas bendiciones, con frutos en especie y otros tipos de servicio. La generosidad expresada en tan alto grado, generó a su vez una corriente de relación y calor humano que no tardó en acunar el concepto por el cual se le conocía “El médico de los pobres”.

El placer de servir como señalara en un poema gigante la poetisa chilena Gabriela Mistral, más allá de la responsabilidad y de lo normalmente aconsejable, fue minando su salud precipitadamente, la que empezaba a sufrir el embate de la senectud. En el año 1940, sufrió un ataque cardíaco que lo lastimó marcadamente, limitando el pleno ejercicio de la profesión. De ese modo se vio precisado a labores en una pequeña oficina improvisada en su propia residencia, que estaba localizada en la calle Carreras esquina Cruz Ortiz Stella.

 Seis (6) años más tarde sufrió una caída que lo redujo a una silla de ruedas. Sin recursos económicos disponibles, porque no tuvo tiempo ni voluntad de acumularlos, empezó el vía crucis que supone la vejez carente de los bienes necesarios para encauzar y hacer más llevadera las demandas que esa condición impone. Consciente de su precario estado, unos amigos encabezados por Marina Molina y don Joaquín Márquez, se asociaron secretamente para tratar de proveer lo indispensable al noble y digno servidor.
El año de 1950 fue uno particularmente cruel. Miguel, su hijo único, tuvo la desgracia de perder su negocio en San Juan que regenteaba en unión a Castro Anguita, debido a un incendio que consumió la tienda de mercería y causó, además la muerte de ocho (8) personas que residían en la planta alta del edificio. La tragedia, dolorosa por demás, que estremeció al sosegado vivir de la Isla, les dejó sin medios adecuados para afrontarla. Aquello fue una estocada en carne viva que el anciano, a la altura de sus años, no podía en modo alguno superar. Su salud decayó ostensiblemente, hasta una larde, 7 de marzo de 1956, día y mes en que curiosamente había entrado al mundo de los vivos, partió con su pena rumbo a la eternidad. Sus 84 años y el dolor de la tragedia de su hijo único, la indigencia en la cual abandonaba a su esposa, debió ser la más punzante y atormentadora visión que le acompañara en aquellos últimos campos de fijación mental.

 En justa expresión de duelo comunitario y en reconocimiento por las grandes virtudes que adornaron su persona de esforzado servidor y benefactor, la Asamblea Municipal de éste pueblo lo declaró Hijo Adoptivo y ciudadano distinguido de la sociedad.

El construirse un residencial público a la salida del barrio Collores, el entonces senador don Cruz Ortiz Stella, propuso y el alcalde don Atanasio Martínez, concurrió, para que aquella nueva facilidad pública fuera bautizada en honor y recuerdo perenne al desprendido hombre de ciencia.

Su vida, nimbada de grandeza, será siempre recordada y admirada por todos aquellos que fuimos honrados por la fortuna de conocerle y debe constituir también, timbre de orgullo para los que conviven en el citado residencial.
 ¡Enviamos en estas notas, el homenaje de nuestro recuerdo y el deseo ferviente de que descanse en paz el alma del dignísimo compueblano!

Publicado en el semanario El Regional de Humacao, Puerto Rico, página 10 del 8 de marzo de 1989

No hay comentarios:

Publicar un comentario